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Salmo de David.
BENDITO sea el SEÑOR, mi fortaleza, que enseña mis manos a la batalla, y mis dedos a la guerra:
Misericordia mía y mi fortale­za, mi torre alta y mi libertador, escudo mío, en quien he confia­do; el que sujeta mi pueblo delante de mí.
Oh SEÑOR, ¿qué es el hom­bre, para que de él conozcas? ¿o el hijo del hombre, para que lo estimes?
El hombre es semejante a la vanidad: sus días son como la sombra que pasa.
Oh SEÑOR, inclina tus cielos y desciende: toca los montes, y humeen.
Despide relámpagos, y disípa­los; envía tus saetas, y contúrba­los.
Envía tu mano desde lo alto; redímeme, y sácame de las muchas aguas, de la mano de los hijos de extraños;
Cuya boca habla vanidad, y su diestra es diestra de mentira.
Oh Dios, a ti cantaré canción nueva: con salterio, con decacor­dio cantaré a ti.
10 Tú, el que da salvación a los reyes, el que redime a David su siervo de maligna espada.
11 Redímeme, y sálvame de mano de los hijos extraños, cuya boca habla vanidad, y su diestra es diestra de mentira.
12 Que nuestros hijos sean como plantas crecidas en su juventud; nuestras hijas como las esquinas labradas a manera de las de un palacio;
13 Nuestros graneros llenos, provistos de toda suerte de grano; nuestros ganados, que paran a millares y diez millares en nues­tras plazas:
14  Que nuestros bueyes estén fuertes para el trabajo; que no tengamos asalto, ni que hacer salida, ni grito de alarma en nuestras plazas.
15 Bienaventurado el pueblo que tiene esto: bienaventurado el pueblo cuyo Dios es el SEÑOR.